Reconozcámoslo: el impacto de la pandemia es dramáticamente distinto dependiendo dónde se viva y cuánto dinero se tenga. En Europa, Estados Unidos, China y un puñado de países ricos, los restaurantes y bares están a rebosar, los gimnasios vuelven a abrir y la gente empieza a socializar sin miedo. Para los países que han acaparado la mayoría de las vacunas contra el Covid-19, existe la esperanza de que se haya volteado la página de la pandemia de una vez por todas. En otros lugares, desde países como la India hasta continentes enteros como África y América Latina, el virus -y sus variantes- siguen haciendo estragos, con su rastro de muertes, hospitalizaciones, desempleo y pobreza. Estas dos realidades tan opuestas tienen un denominador en común: el llamado constante a la austeridad.
Ya sea en Londres, Madrid, Ciudad de México o Ciudad del Cabo, se escuchan la misma obstinación: una vez que la crisis disminuya, habrá que revertir las medidas que se tomaron para apoyar (a veces a duras penas) a los más afectados. Esto implica retomar el camino de recortes drásticos en los hospitales, en prestaciones de protección social y la congelación de los salarios de los trabajadores del sector público. También implica la comercialización de los servicios de agua, salud y educación, incluyendo la mercantilización de los cuidados y la explotación laboral de las mujeres.
Parece que esta pandemia no nos ha enseñado nada. ¿Hemos olvidado ya las dramáticas imágenes de Lombardía? El corazón de las finanzas y de la moda italiana se jactaba de tener el sistema sanitario más eficiente del país, porque era el más privatizado. Era incluso un argumento publicitario: «Esté sano, venga a Lombardía«, decía un folleto. Sin embargo, en marzo de 2020, una de las regiones más ricas del mundo, estaba desbordada, con una tasa de mortalidad del 5,7%, más del doble de la media nacional (2,4%). La región vecina del Véneto, que, al contrario, había mantenido un sistema sanitario público, ha salido mucho mejor parada.
¿Olvidamos también que en Estados Unidos el virus mató proporcionalmente a más personas de bajos ingresos? Quienes no tenían seguro médico, no pudieron llegar a tiempo a un hospital para ser atendidos. Y qué decir de lo que ocurrió en los empobrecidos suburbios de Santiago de Chile, otro parangón de privatizaciones, donde el 90% de las víctimas de la pandemia murieron en sus casas, sin haber podido permitirse ver a un médico. ¿Hemos olvidado a los 115.000 trabajadores sanitarios y asistenciales y a muchos otros que murieron de COVID 19 mientras prestaban servicio a sus comunidades?
Esto no es aceptable. Al igual que no es aceptable ver que muchos gobiernos, como el de Filadelfia, Estados Unidos, que se plantean ahora privatizar los servicios públicos de agua. Como si la pandemia no hubiera demostrado la necesidad de un acceso universal al agua, con comunidades enteras a las que se les niega la posibilidad de lavarse las manos para protegerse del virus. ¿Y qué hay de la educación? La creciente dependencia de las escuelas privadas en todo el mundo, fomentada por el Banco Mundial y el FMI, es una de las razones por las que cientos de millones de niños están sin escolarizar desde que comenzó la pandemia.
La consolidación fiscal en forma de recorte de los presupuestos de los servicios públicos y la cesión del control al sector privado no es inevitable. Para compensar las sumas desembolsadas durante la crisis y financiar la recuperación, los gobiernos deben buscar el dinero donde se encuentra: en las cuentas de los más ricos y de las multinacionales. Las grandes empresas tecnológicas, que vieron disparar sus beneficios durante la pandemia, deben pagar su parte justa de impuestos. Esto no es una sugerencia radical: es lo que ha anunciado recientemente la administración Biden.
Impulsados por Washington, los países del G7 acaban de reconocer la magnitud de la evasión fiscal declarándose a favor de un impuesto global mínimo sobre los beneficios de las multinacionales de al menos el 15%. Este es un paso en la dirección correcta, pero no es suficiente para generar ingresos significativos tanto para los países del Norte como del Sur. Es fundamental que los gobiernos se movilicen para gravar a sus multinacionales en niveles mucho más ambiciosos, siguiendo el ejemplo de Estados Unidos, que opta por un tipo del 21%.
Esto no sucederá sin la presión pública. Mientras celebramos el Día de las Naciones Unidas para la Administración Pública, el 23 de junio, debemos seguir movilizándonos para exigir más recursos para los trabajadores públicos. Es el momento de reconocer su contribución a nuestras sociedades, prestando servicios que el mercado es incapaz de ofrecer. Son servicios sustentados e impulsados por el interés público y gestionados democráticamente. Estos servicios nos permiten vivir con dignidad, y a los cuales accedemos no en función de nuestra capacidad de pago, sino porque es su derecho. Es a través de estos mecanismos de solidaridad que podemos construir sociedades más resilientes y justas, que sean capaces de responder en tiempos de crisis como los que estamos viviendo.
Se trata también de una cuestión política. Cuanto más perdemos el control de nuestros servicios esenciales, desfinanciados y privatizados como están, mientras los más ricos organizan un sistema paralelo de sanidad y educación, más pierden las clases medias y trabajadoras la confianza en el Estado. Tienen la sensación de estar pagando mucho para recibir cada vez menos, mientras que los ingresos de los más ricos, que no tributan mucho, se mantienen.
Este desmoronamiento del tejido social, del que los servicios públicos son el corazón palpitante, explica en gran medida el auge de los movimientos y partidos populistas y autoritarios. Cuando se elige un sistema que privilegia las escuelas o las clínicas privadas, en lugar de garantizar servicios públicos de calidad para todos, se corre el riesgo de alimentar el resurgimiento de la extrema derecha. Defender los servicios públicos es defender la democracia.
Rosa Pavanelli es secretaria general de la Federación Sindical Internacional de Servicios Públicos. Magdalena Sepúlveda es directora ejecutiva de la Global Initiative for Economic, Social and Cultural Rights.